Don Julian Erguita Albaicín se irguió
sobre la peña, desde la que observaba el valle costero de Fuengirola, y
pensó si dejaría alguna herencia en toda su actividad político social de tantos
año:”siento que mis discípulos, de
alguna forma, me han abandonado, y no sé
qué quedará de todo esto, de toda mi semilla”, pensó. Experimentaba la sensación
de que la vida le había concedido durante muchos años un prestigio y una fama
de investigador cultural sin tacha. El hombre que no se vende. Él , que siempre
había pensado que el futuro no tenía dueños. Que ni siquiera el pasado era un
lugar seguro, porque había gente (esa secta llamada historiadores) dedicada a
cambiarlo al gusto de los más poderosos.
Don Julián pensaba retirarse pronto a un monasterio de los monjes marchistas de la isla de Alr-Bourán. Era un retiro que repetía cada cierto tiempo, pero esta vez sospechaba que , ya a sus años, sería un retiro definitivo. Solo había una posibilidad de que la vida le llevara por otro camino, y era que sus jóvenes discípulos ganaran el poder y le llamaran a dirigir un gobierno, o a gobernar toda una nación. El retiro no era una idea descabellada en ninguno de los casos: tenía que reencontrarse con la fuerza, y los monjes Jeidi del monasterio marchista le ayudarían. Ellos eran expertos en canalizar la energía, en hacerla fluir por todo el cuerpo y convertirle a uno en alguien curado de todas la heridas. En un ser bravido; con el sencillo remedio de comer el pan de salvado a las finas hierbas del cenobio. Mejor ser alguien bravido que ser cualquier rubido de bote. De esos del monton, que solo piensan en beber cerveza. Ese tipo de sujetos que solo conoce el ABC de las borracheras. El era un intelectual de la política, con la semilla de la sabiduría injertada tal que un mitin de la sangre y las neuronas. Todo al servicio de los humildes, o sea, al servicio del servicio. Un auténtico vicio, del que de vez en cuando tenía que ir a desengancharse, a su querida abadía insular.
A pesar de defender a los miserables uno podía tener la fuerza de los poderosos. Pero una verdadera fuerza, no una fuerza derivada de un poder adquirido a base de trampas. Sino un poder interno, inalcanzable para los enemigos. El gran poder de los seres chiquitos, que hacen calzada al andar. El sendero de la mano izquierda, antes de quedarse dormida debajo del trasero. Siempre hacia la izquierda, como decía el eximio premio Nobel doctor Tournasol. Un pedazo de doctor.