jueves, 19 de marzo de 2015

AL PEQUEÑO GRAN HOMBRE

Don Julian  Erguita  Albaicín  se irguió  sobre la peña, desde la  que  observaba el valle costero de Fuengirola, y pensó si dejaría alguna herencia  en  toda su actividad político social de tantos año:”siento que mis  discípulos, de alguna forma,  me han abandonado, y no sé qué  quedará  de todo esto, de toda mi  semilla”, pensó. Experimentaba  la  sensación de que la vida le había concedido durante muchos años un prestigio y una fama de investigador cultural sin tacha. El hombre que no se vende. Él , que siempre había pensado que el futuro no tenía dueños. Que ni siquiera el pasado era un lugar seguro, porque había gente (esa secta llamada historiadores) dedicada a cambiarlo al gusto de los más poderosos.

Don Julián pensaba retirarse pronto a un monasterio  de los monjes marchistas de la isla de Alr-Bourán. Era un retiro que repetía cada cierto tiempo, pero esta vez sospechaba que , ya a sus años, sería un retiro  definitivo.  Solo  había una posibilidad de que la vida le llevara por otro camino, y era que sus jóvenes discípulos  ganaran el poder y le llamaran a dirigir un gobierno, o a gobernar  toda  una nación.  El retiro  no era una idea descabellada en ninguno  de los casos: tenía que reencontrarse con la fuerza, y los monjes Jeidi del monasterio marchista le ayudarían. Ellos eran expertos en  canalizar la energía, en hacerla  fluir por todo el cuerpo y convertirle a uno en  alguien  curado de todas la heridas. En un ser bravido; con el sencillo remedio de comer el pan de salvado a las finas hierbas del cenobio. Mejor ser alguien bravido que ser cualquier rubido de bote. De esos del monton, que solo piensan en beber cerveza. Ese tipo de sujetos que solo conoce el ABC de las borracheras. El era un intelectual de la política, con la semilla de la sabiduría injertada tal que un mitin de la sangre y las neuronas. Todo al servicio de los humildes, o sea, al servicio del servicio. Un auténtico vicio, del que de vez en cuando tenía que ir a desengancharse, a su querida abadía insular.

 A pesar de defender a los   miserables uno podía tener  la fuerza de los poderosos. Pero una verdadera fuerza, no una fuerza derivada de un poder adquirido a base de  trampas. Sino un poder interno, inalcanzable para los enemigos. El gran  poder de los seres chiquitos, que hacen calzada al andar. El sendero de la mano izquierda, antes de quedarse dormida debajo del trasero. Siempre hacia la izquierda, como decía el eximio premio Nobel doctor Tournasol. Un pedazo de doctor.

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